«The Iron Claw» (La Garra de Hierro): La sangre como una maldición

Llega a salas con bastante retraso la película de Sean Durkin que narra la historia real de una familia leyenda de la lucha libre, los Von Erich, y está protagonizada por Zac Efron.

Fritz Von Erich (Holt McCallany) es el patriarca de una familia de hijos varones. Ex luchador, es un padre exigente y demandante que presiona a cada uno de sus hijos para que el legado de la lucha nunca se pierda pero sobre todo para no perder nunca el triunfo del campeonato. Ni un accidente ni una muerte lo impide correrse nunca de ese objetivo, manteniéndose siempre implacable.

Pero la película, que escribe y dirige Sean Durkin (Martha Marcy May Marlene, The Nest) toma principalmente, mas no todo el tiempo, el punto de vista de Kevin Von Erich, el hermano interpretado por Zac Efron. Si conocen la historia sabrán de antemano el por qué de esta decisión, de lo contrario no tardarán en darse cuenta. Se trata de una historia que podría parecer demasiado increíble para ser verdad, que es pura tragedia.

Kevin quiere hacer sentir orgulloso a su padre al mismo tiempo que se anima a formar su propia familia. Pero el fantasma con el que carga es el peso de una maldición de generaciones anteriores que se supone recae sobre su linaje. Pam, la joven que lo conquista y se convertirá en su esposa y madre de sus hijos, siempre intenta distraerlo o correrlo de este temor que le parece sin sentido. Lily James interpreta con soltura y gracia un personaje que en cierto modo mira un poco las cosas desde afuera. Resalto lo de soltura, porque se trata de una historia donde muchos personajes no encuentran, no pueden encontrar la manera de soltarse.

Es que The Iron Claw es una película de hombres, sobre hombres, sobre la masculinidad y esas exigencias de las que no se hablan, que se dan por sentado y que les impide hasta tener actitudes «sensibles» (o sea, «femeninas») como llorar. Aunque la madre (Maura Tierney), que parió varios hijos y sin embargo no es traerlos a la vida lo que terminará de modificarla, siempre está ahí, ella permanece quieta, callada al lado de la figura enorme del padre.

Al estar basada en un caso real, y encima de una familia numerosa, el guion no termina de aprovechar todas las aristas para quedarse solo con las más espectaculares. Ningún personaje femenino está muy desarrollado y los de los hermanos (allí aparecen Jeremy Allen White y Harris Dickinson) se pierden varias veces a lo largo de la película, con algunos momentos de fuerte dramatismo deslucidos. Como sucede con muchas biopics o películas basadas en caso reales, que la historia en sí sea rica no garantiza la misma experiencia en una sala.

Lo mejor de la mano de Durkin como director se encuentra en las escenas sobre el ring. Allí donde los músculos y el sudor brillan, donde los cuerpos se pegan, se chocan y se lastiman. Si el espectador se acerca a la película desde un lugar de fanatismo o fascinación por el mundo de la lucha, es probable que no salga decepcionado. Pero la película quiere ser mucho más que eso. El problema es que en su segunda mitad, donde las tragedias se van sucediendo de manera hilada, se torna repetitiva sin lugar a profundizar en los hechos y sobre todo en las consecuencias de cada una de ellas. Porque aunque parezca que la familia siempre sigue como si nada, se entiende que bajo todo ese manto hay personajes que empiezan a quebrarse.

Despareja, con algunos lugares comunes y una pintura demasiado ligera de la pesada maldición sobre una familia, The Iron Claw quiere abarcar mucho pero poco aprieta. Zac Efron se entrega con convicción a su exigente rol, con un rostro y un cuerpo alejado a aquel que lo hizo famoso pero, a diferencia de por ejemplo The Wrestler (quizás la mejor película de Aronofsky), no termina de aprovechar todo eso como sí supo hacerlo Mickey Rourke. Porque el elefante en el cuarto es la apariencia de Zac Efron, que llama la atención, distrae y ese impacto podría haber sido explotado como en aquel ejemplo mencionado.

Los peligros de la llamada masculinidad tóxica, de hombres que para ser hombres tienen que tragarse el dolor, físico y emocional. La escena final, aunque un poco forzada, permite al menos ser testigos de una necesaria catarsis, dejar de lado tanto dolor reprimido y permitirse ser. Liberarse.

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