«One Battle After Another» (Una batalla tras otra): Viva la Revolución

A esta altura no hay dudas de que con Paul Thomas Anderson estamos ante un verdadero autor. Uno de los mejores directores contemporáneos que viene explorando el cine y sorteando géneros y se toma su tiempo para cada película. Tras Licorice Pizza y cuatro años nos llega Una batalla tras otra, su segundo acercamiento a la obra de Thomas Pynchon (de quien ya había adaptado Vicio Propio), protagonizada por Leonardo DiCaprio, Sean Penn y una joven actriz llamada Chase Infiniti que hace su debut en el cine.

La historia nos presenta a un grupo de revolucionarios que se hacen llamar Francés 75 y luchan contra la opresión y el auge del fascismo al mismo tiempo que son perseguidos como terroristas por el gobierno. En ese grupo se encuentra la avasallante y apasionada Perfidia (Teyana Taylor), mujer negra a la que se le sube la adrenalina y la excitación tras estas operaciones y ataques y mantiene una relación romántica con otro de los miembros, Bob (Di Caprio). Pero un encuentro con un militar de alto rango va a marcar el destino de cada personaje.

El director y guionista nos presenta esta historia a través de escenas de mucha acción que se suceden con rapidez sin perder nunca el foco. Hasta el salto a dieciséis años después, con el grupo ya desmantelado y Bob viviendo escondido junto a su hija adolescente (Infiniti), nos desarrolla con mucha eficacia el contexto y cada personaje, en especial al fascista Lockjaw, interpretado por Sean Penn, coronel con inquietantes pulsiones eróticas hacia el racismo que desprecia.

Luego de este salto de tiempo, la revolución parece haber quedado como un recuerdo del pasado, una fantasía de juventud. El mundo no ha cambiado demasiado pero sí Bob, quien pasa sus días drogándose y bebiendo alcohol como un fracasado mientras su hija se encarga de prepararle un plato de comida. Hasta que el pasado golpea la puerta y deben enfrentarse: la joven con quien realmente es y Bob con quien supo ser, una versión suya del cual ya no tiene mucha memoria.

Esta libre adaptación de Vineland, la novela de Pynchon cuya historia se enmarca en el año de la reelección de Reagan, es la producción más grande que dirigió Anderson, con un presupuesto de más de 130 millones de dólares. Sin embargo respira libertad, en más de un sentido. Es una película muy política pero también muy humana. Y si bien el director cuenta que hace muchos años quería hacerla, unos veinte años, parece llegar en el momento adecuado de la mano del avance de la ultraderecha. Temáticas como el racismo, la lucha de clases y la inmigración aparecen en un meticuloso guion lleno de grises y un poco de sátira, lo que le permite desplegar un montón de capas a cada trama y subtrama. 

Desde las performances se destaca mucho Sean Penn con esa intensidad que lo caracteriza en un personaje que le calza a la perfección, grotesco y patético. También sobresale Benicio del Toro, en un registro opuesto, con un personaje que funciona un poco como un respiro dentro de tanto caos y terror.

La música de su colaborador Jonny Greenwood cobra protagonismo acompañando lo que cada escena busca transmitir: es vibrante en las escenas de acción –especialmente en una impresionante persecución de autos en una ruta californiana- y algo más calma pero nerviosa en escenas de intimidad, donde lo emotivo y el humor aparecen combinados en su justa medida.

Quizás se trate de la película más accesible del director pero eso no quiere decir que haya tenido que ceder, contenerse. Es Paul Thomas Anderson en estado puro, utilizando a su favor una mixtura de géneros donde prevalece la acción, con un pulso narrativo asombroso y una galería de personajes inolvidables, cargados de matices. Una historia con una fuerte carga política pero también con el alma puesto en los vínculos filiales.

Entregarse a las causas, aunque parezcan perdidas. Entender que en ninguna lucha estamos solos. A la larga la vida misma es una batalla tras otra y acá seguimos, de pie, de la mano.

Por su calidad y textura fílmica es ideal verla en una buena sala de cine.

La película está además dedicada a Adam Somner, su primer asistente de dirección recientemente fallecido, marcando esta sexta colaboración entre los dos como la final.

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